Del amianto al polvo de sílice. 

La juventud que se deshace entre el polvo de sílice y el olvido institucional

El país carece de un registro nacional de silicosis. Las EPS no están obligadas a reportar todos los casos. Las empresas, mucho menos. Y el sistema de salud, colapsado y fragmentado, rara vez conecta los síntomas respiratorios con la exposición laboral. 

Nadie supo cuándo empezó la tos. Ni siquiera Diego, de 27 años, que durante cinco años trabajó en una cantera del suroccidente colombiano. Pensaba que era una alergia del polvo, que se le pasaría con agua panela caliente y eucalipto. 

Pero con el tiempo, la tos se volvió seca, persistente, acompañada de una presión en el pecho y una fatiga que no cuadraba con su edad. El diagnóstico llegó tarde: Tiene silicosis.

Es una enfermedad tan antigua como la minería, tan silenciosa como el polvo fino que se cuela por los pulmones de quienes trabajan en la fabricación de vidrio, mesas de cocina junto al lavaplatos, en la construcción de carreteras o en la talla de piedra. 

Como el amianto en los años 80, el polvo de sílice se ha convertido en un asesino invisible, con la complicidad del Estado, la industria y una sociedad que todavía cree que solo los viejos mineros tosen hasta morir por esta causa. Tal cual el lío del Amianto. 

Diego no está solo. Son decenas – posiblemente cientos – los jóvenes colombianos que, como él, están expuestos a niveles peligrosos de sílice sin protección adecuada, sin controles médicos regulares y, sobre todo, sin información. En algunas regiones, especialmente aquellas marcadas por la informalidad, el abandono estatal y la pobreza estructural, este mineral mortal circula como una sombra inofensiva. 

En realidad, cada partícula que se inhala puede adherirse a los pulmones de por vida, generando una fibrosis irreversible. “En el lugar donde trabajaba no nos daban mascarillas. Y si uno pedía, le decían que era una exageración”, cuenta Diego, ya fuera del oficio, pero con oxígeno permanente en casa. “Uno quiere trabajar, no pasar de locha”.

El drama no solo ocurre en canteras o túneles mineros. También lo viven jóvenes empleados en talleres de cerámica artesanal, en fábricas de abrasivos, en empresas de construcción que tercerizan contratos para no asumir responsabilidades. Cientos de constructores acuden – sin rubor – a empresarios que, sin saber incluso de construcción, contratan por lentejas a ejércitos de necesitados y empobrecidos hombres de barrios populares. Eso es tercerización, de tal manera que, no es el constructor quien pagaría por accidentes laborales. 

Según datos del Instituto Nacional de Salud, en los últimos años se han registrado casos de silicosis incluso en personas de entre 20 y 35 años, lo que rompe el viejo prejuicio de que esta enfermedad solo afecta tras décadas de exposición.

La historia se repite, como pasó con el amianto, cuyas consecuencias aún se pagan con cánceres pulmonares y pleurales, décadas después de su prohibición. Pero a diferencia del asbesto, el polvo de sílice sigue siendo legal, y peor aún: sigue siendo ignorado.

“Es una enfermedad que no tiene lobby”, comenta un neumólogo del Hospital Universitario del Valle. “Y eso la vuelve invisible”.

En países como España, Francia o Australia, se han encendido las alarmas por la aparición de casos de silicosis acelerada en trabajadores jóvenes. Incluso se han prohibido ciertos usos de materiales que liberan partículas de sílice. 

Pero en Colombia, donde los trabajadores más expuestos pertenecen a sectores vulnerables – muchos informales o sin contrato – el tema apenas se menciona en las políticas públicas del gobierno de Petro y anteriores a él. 

Y mientras tanto, los afectados mueren lentamente. Algunos sin diagnóstico. Otros, sin esperanza. La silicosis no tiene cura. Solo paliativos: oxígeno, broncodilatadores, antibióticos contra infecciones oportunistas. El daño, una vez hecho, es irreversible. Y las complicaciones pueden ser letales: insuficiencia respiratoria, tuberculosis, cáncer pulmonar.

No se trata de una catástrofe natural. Es una tragedia prevenible.

Con protección respiratoria adecuada, ventilación industrial, control de polvos, seguimiento médico y voluntad política, muchos de estos casos podrían haberse evitado. Pero en un país donde las condiciones laborales son sacrificadas en nombre de la productividad, y donde el trabajo juvenil se considera “flexible” pero no “digno”, el polvo de la sílice sigue entrando por la nariz y bajando a los pulmones de una generación que solo quiere sobrevivir.

Como dice Diego, mirando su tanque de oxígeno mientras los otros en su barrio siguen yendo a las canteras: “Uno solo se da cuenta cuando ya no puede respirar”, expresa con la tristeza de ver como pasa la vida entre cargamentos de medicinas.